16 de diciembre de 2008

"No tenemos mucho tiempo para leer literatura barata"...
¡Leámos novelas de verdad!


15 de diciembre de 2008

Edward Hooper



12 de diciembre de 2008

Sobres, tinta y café




Durante años me había quejado de lo mucho que pesaban esos enormes sacos. Cargar con ellos durante más de 7 horas, que duraba la jornada, suponía llegar a casa con un terrible dolor de espalda. En ocasiones me preguntaba cómo era posible que un montón de cartas llegaran a pesar tanto. Después de muchos años cargándolos ahora echaba de menos que un saco de esos me llevase todo un día de un lado a otro de la ciudad montado en mi pequeña Vespa.
Recuerdo que fue un mes de agosto cuando los carteros nos dimos cuenta de que la gente apenas enviaba cartas. Era extraño, en esos meses de vacaciones se mandaban largas epístolas o postales de lugares lejanos. Pero ese verano, no. No llegaban sobres. Los sacos pesaban menos. Había llegado internet y los hombres se dedicaban a enviar fríos mensajes por e-mail.
El oficio de cartero lo había aprendido de mi padre, un hombre que me enseñó que las cartas son algo más que un simple papel escrito. En ocasiones sucesos irrelevantes, anécdotas, sentimientos o incluso testimonios de pensamientos íntimos, las cartas llevan muchas cosas. Quizá sea por eso por lo que pesan tanto los sacos.

Mi padre, como buen cartero, luchaba por encontrar el destinatario de toda la correspondencia. Le daba mucha pena encontrar una dirección errónea en un sobre sin remite. Podía pasarse semanas intentando descifrar a qué buzón iba dirigido. A veces después de pasar días y días buscándolo lo encontraba, entonces llamaba al timbre y entregaba la carta en la mano del destinatario. Así se sentía realizado. Así sentía que su trabajo era realmente más importante que el de cualquier ministro. No le pagaban mucho, pero no le importaba. Sabía que con su esfuerzo podía hacer un mundo mejor, a veces hacía que las personas se enteraran de malas noticias, es verdad, pero aun así el se desvivía porque cada carta llegase a su destino. No soportaba a esos compañeros suyos que se divertían abriendo los sobres perdidos, a él cartas le imponían, se veía incapaz de romper una solapa que no fuese suya.

Durante mi infancia me enseñó a usar el matasellos, a separar las cartas por las zonas de la ciudad, a recoger el correo, a meter con delicadeza cada sobre en su buzón… Era un trabajo cansado, pero me encantaba que llegasen las vacaciones de verano para poder ayudarle y aprender más cosas. Además me emocionaba conseguir cada vez más sellos para mi enorme colección. Recuerdo especialmente esas tardes de agosto, tendría unos 11 años, cuando mi padre me encargaba un puñado de cartas. Como si me llevase la vida en ello las custodiaba hasta que las echaba a su buzón o las entregaba a sus destinatarios. En más de una ocasión me sorprendió una tormenta. Las cartas se me mojaron y las letras de tinta se corrieron convirtiéndose en manchas que hacían casi imposible leer sus direcciones. Empapado, corrí hasta mi padre y con lágrimas en los ojos le expliqué lo que me había sucedido. Como siempre, él me consoló. Secamos las cartas al sol del día siguiente. Descifró las direcciones y me acompañó puerta por puerta entregando todos los sobres que, amarillentos y con la tinta corrida, olían a humedad.

Así llegó el otoño de mis 18 años, después de unas jornadas interminables de trabajo, mi padre empezó a encontrarse mal. Una fulminante y dolorosa enfermedad acabó con él. Como buen hermano mayor de una familia numerosa no pude terminar mis estudios. Tuve que comenzar a dedicarme de lleno al mundo de Correos. En la Central todos me conocían como “el hijo de Julián”, los trabajadores se daban cuenta de que yo había heredado el talento de mi padre. “Mira como carga el saco, igual que él…”.

Pasó un duro y frío invierno, al llegar la primavera las jornadas eran menos duras. Me ascendieron en la Central y me dieron mi propia moto, una pequeña Vespa de color amarillo con escasa velocidad y sin espejos retrovisores. Para mí tener aquel ciclomotor era todo, con ella podía dar vueltas por la ciudad, pasear a mis amigos e incluso impresionar a las chicas.
Durante un mes septiembre apenas había trabajo, en el verano la gente enviaba cartas pero al comenzar el curso dejaban de hacerlo. Una mañana tuve que dirigirme con un saco lleno a uno de esos barrios a las afueras de la ciudad. Después de haber entregado varias cartas, llegué a una casa que me sorprendió, no sabía qué clase de persona viviría ahí. Unos árboles frondosos dificultaban la entrada, sus enormes ramas no dejaban pasar la luz incluso en un día soleado. Un césped sin podar cubría todo el suelo, sus largas hierbas hicieron que me picasen las piernas. La casa tenía dos pisos y una buhardilla, con enormes ventanales de opacos cristales. Toda la fachada estaba cubierta por una densa hiedra. “Aquí ya no vivirá nadie”: pensé, pero aún así llamé al timbre. Una joven abrió la puerta. Me quedé paralizado, nunca había visto una chica tan guapa. Era alta y delgada, con una melena larga. Llevaba un vestido corto de pequeñas florecitas y unas sandalias que dejaban ver sus pies.
- Hola, ¿qué quieres?
- Ana, ¿quién es?-se oyó dentro de la casa. La chica se giró y gritó: “un muchacho”.
- Eemm-tartamudeé- Traigo el correo.
- A muy bien, pasa.
Nunca antes me habían invitado a entrar simplemente por llevar las cartas y me quedé tan sorprendido que entré. Por dentro la casa me sobrecogió más que su jardín. Seguí a la chica que me había abierto la puerta por un largo pasillo y entramos en un salón donde había una anciana haciendo punto junto a una ventana. Les entregué las cartas y en compensación accedieron a invitarme a una taza de café. Me negué. Me parecía demasiado. Pero como insistieron tanto me pareció mal rechazarla. Aquella chica trajo una bandeja con unas tazas de café, su fuerte olor impregnó la habitación en el momento. La mujer mayor comenzó a hablar, se interesó por mí, mi familia, mis estudios…y después de una hora hablando me marché. ”Vuelve cuando quieras”: me ofreció Ana.

Sin saber porqué empecé a escribirle largas cartas a aquella chica, con la intención de conocerle y de volver a aquella casa. Mis primeras cartas no tenían contestación, aún así yo continuaba escribiendo largas epístolas en las que confesaba mis sueños y ambiciones, mis miedos, mis recuerdos, mis historias. Al cabo de muchas tazas de café y largas conversaciones en aquel salón mis cartas tuvieron respuesta. Ana me contestó. Así comenzamos a conocernos más. Hasta el día en que junto a la carta le entregué un anillo de pedida cuando abrió la puerta. Ella se convirtió en mi esposa, desde entonces nuestra vida estuvo marcada por cartas, largas conversaciones, sobres y tazas de café.
Hoy después de toda una vida trabajando para Correos y al comprobar año tras año que los sacos pesan menos, que la gente prefiere enviar un e-mail por internet a escribir una carta de puño y letra, me estremezco al pensar en todos aquellos carteros que no encontrarán su destino, en todas aquellos pensamientos íntimos que no llegaran a confesarse, en todas los recuerdos que se olvidarán por no haber sido escritos. Por eso anhelo aquellos pesados sacos.

8 de diciembre de 2008

una lectura bien hecha es:


Es correr el riesgo de que una noche, un texto, un cuadro, una sonata, llamen a la puerta de nuestra morada, y puede ser que ese invitado destruya e incendie toda nuestra casa.
George Steiner

7 de diciembre de 2008

Llamar la atención y hacer pensar...


Banksy, el graffitero inglés que recorre las calles con un spray en el bolsillo, no sólo sorprende a las personas que pasean por la ciudad, también hace una critica social a todo lo que ve mal. Así le da a su talento una impresionante responsabilidad social.
Estas son algunas de sus obras:

3 de diciembre de 2008

y dijo Charles:

Pero al alejarme, y volverme para lanzar la que parecía mi última mirada a la casa, sentí como si abandonara una parte de mí mismo; que fuera dónde fuera, a partir de entonces notaría su falta y la buscaría sin esperanza, como dicen que hacen los fantasmas cuando van a los lugares donde habían enterrado los tesoros que necesitaban para pagar su viaje al más allá. "Nunca volveré" me dije.
(...)
"He dejado atrás la ilusión" me dije. "A partir de ahora viviré en un mundo de tres dimensiones, con ayuda de mis cinco sentidos"...Después he aprendido que tal mundo no existe...
(Charles, "Retorno a Brideshead")